jueves, 27 de mayo de 2010

El encuentro con el Gitano

Sabido era que andaba detrás de amaneceres. En la calle se cruzó con un Gitano que le dijo: Compadre, no es necesario madrugar para ver amaneceres. ¿Entonces como? preguntó. Los amaneceres suelen cobijarse en el corazón de una roja sandía, que al partirla lo muestra en todo su esplendor. Marchó a la feria en busca del fruto maduro y no lo encontró. Habló para explicar lo que estaba procurando. Aquí, ni en ningún otro puesto va a encontrar lo que busca, le dijo el feriante. Desde la quinta al consumidor las frutas recorren un largo trecho, viajan al Mercado Central, pasan por la cámara de frío y cuando llegan aquí perdieron la frescura del campo. Sandías hay, pero fueron cortadas verdes para que no se pudra en el camino, no es lo que necesita. Va a tener que ir directamente a una quinta y robarla, si quiere pagar se la venden verde. Ser por una noche un ladrón de sandias, saltar el alambrado, meterse en el sembrado, ubicar el fruto a punto de madurar, entierrarlo bajo tierra y desaparecer. No hay sandía más apetitosa que el que termina de madurar bajo el suelo. Con la precaución de dejar el cabito afuera para encontrarla, hay que volver en una semana y sustraerla. Con esas instrucciones una noche visitó una quinta en Arana, enterró el preciado fruto y a los siete días volvió para llevársela a su casa. Vistió la mesa con un mantel de hilo blanco, colocó una tabla y encima la sandía. Una fruta con piel verde oscuro de prometedor aroma, se había instalado en el centro de la cocina. Con una cuchilla la cortó en dos. Por la rendija que dejó el metal se filtraba la luz aprisionada en su interior. Al abrirse el fruto dejó ver un corazón rojo que palpitaba, acompañado por el crujir de una jugosa pulpa que esparcía gotas de roció y semillas negras sobre el mantel. Un resplandor rojo, naranja y carmesí iluminó la cocina, el cazador sorprendido no atinó a retenerlo y el amanecer se le filtro entre las manos. Aconteció algo majestuoso -el Gitano estaba en lo cierto- tuvo el encanto y el valor de lo efímero, pero demasiado efímero para sus propósitos.
El Cazador de Amaneceres 2

Se levantó temprano y enfiló hacia la ribera, en una de los extremos de la pequeña bahía de Punta Indio se sentó a esperar la salida del sol. El escenario no podía ser más propicio. En la comarca el Río de la Plata se ensancha para abrazarse con el mar. La línea del horizonte dibuja un extenso arco imposible de abarcar de una sola mirada. Al frente, en la otra orilla se perciben las luces de Montevideo, demasiado temprano todavía para vislumbrar el día. La noche cubre con una manta parda el monte que bordea la costa del río. Troncos de Tala, algarrobos, caña tacuara, juncos y lirios en flor forman parte de la selva más austral del mundo. Cuando despunta el alba hacia un par de horas que aguardaba. En la ansiedad de la espera, se quedo dormido y despertó cuando el sol ya estaba sobre el horizonte.
Al segundo día fue más preparado. Era un cazador y lo primero que tenía que conocer era la rutina de su presa. Llevó consigo un anotador que oficiaba de cuaderno de bitácora. Con lápiz Faber tomaba nota de horarios y circunstancias sin perder detalles. La brisa fresca que soplaba por la mañana en el caluroso mes de enero lo alentaba a proseguir. Había avanzado en algunas precisiones, el día comenzaba a aclarar a las cinco de la mañana y el sol salía a la seis en punto. Después de un tiempo se puso más ducho. Solo tenía en su contra que la puntualidad de la naturaleza no le permitía hacer fiaca antes de levantarse.
Sin la ansiedad de los primeros días, llegó el momento para contemplar en toda su dimensión la llegada del nuevo día. Son las seis en punto de la mañana y el sol sale sobre el horizonte de agua. El río es un inmenso espejo frente al cual el astro rey se despereza con sus pelos todavía enmarañados por el revuelo de una noche condimentada. Se lo ve aparecer, como quien observa una persona que trepa por detrás de un muro. Primero es un destello de luz, después asoma el arco superior de su cabeza, toma impulso y lentamente asciende en el preciso lugar donde el cielo se confunde con el agua. En la belleza y lo efímero de ese acto está el secreto de la vida sobre tierra. No hay dos amaneceres iguales -la frase por repetida suena como un eco de una verdad revelada- Cada amanecer es distinto al otro. Sin posibilidades de “replay”, quien no asiste a uno se lo pierde para siempre.




lunes, 3 de mayo de 2010

El Cazador de Amaneceres

En la fonda de “La Paraguaya” escuchó hablar por primera vez de amaneceres. El diálogo de las mozas entablado en idioma guaraní, sobresalía sobre el murmullo del salón comedor. No era esa la charla que le interesaba, su oído estaba atento a un grupo de troperos que conversaban animadamente en la mesa contigua. Por sus atuendos provenían de lugares remotos. Sentados en rueda relataban historias en un castellano impregnado de aromas de menta, cedrón y poleo. No hay dos amaneceres iguales, cada amanecer es distinto al otro, se escucho decir con tonada salteña. Si uno se pierde un amanecer nunca más lo podrá ver, sentenció otro que acentuaba las eses como buen santiagueño. Salió de la fonda con una frase que le daba vueltas a la cabeza, No hay dos amaneceres iguales. Esa noche no pudo dormir haciendo cuentas sobre las mañanas que se había perdido. Cuando se levantó tenia tomada una decisión, iba a cazar amaneceres para guardarlos y compartirlos.